Jordi Sanfeliu

Lo que más me gusta de Jordi Sanfeliu, además de sus vinos, es la absoluta naturalidad con la que habla de las cosas, de sus cosas: sobretodo de cómo cultivar la tierra y ayudarla a sacar lo mejor de sí. Como si no entendiera de otra forma de hacer las cosas, como sorprendiéndose de que puedan hacerse en contra de la tierra, y no a su favor. Añado el como, porque Jordi es muy vivo, y eso lo sabe él y lo sabemos los demás. :-)Desprende serenidad y seguridad. Ya lo decía Malena no hace mucho: la fuerza tranquila.

Visitar las tierras de Jordi es todo un viaje. Hay que tomárselo con calma, nada de prisas o ir en plan visita relámpago a su bodega para seguir con las otras 4 que tenemos programadas en el día. Hay que olvidarse de esto. Para comprender lo que Jordi piensa, su trabajo y lo que hace, que es muchísimo más que hacer un buen vino, hay que apretar la pausa y sumergirse en un mundo que parece se paró hace tiempo. Pero sigue rodando… ¡y vaya si sigue!

Nosotros fuimos un día de calor, mucho calor. Pleno julio. Sofoco. El aire acondicionado a tope. Llegamos cuando por fín el sol empezaba a sentir algo de piedad y aflojaba un poco, en ruta desde Priorat. Jordi nos recibe en la vieja casa de la familia, al lado del riu Corb, que ahora queda un poco en medio de no se sabe muy bien qué, por el paso de la nueva carretera. La bodega no es nada del otro mundo. Tras un viejo Opel (un Rekkord del 82 que aún da guerra) se encuentran los tanques de inox y a la izquierda, tras una puerta, la pequeña sala de muestras y más tanques, esta vez los de su aceite. Otra puerta, unas escaleras hacia abajo y estamos bajo tierra, en la bodega, muy fresca y vieja, como las de antes, con sus arañas y sus botellas de tempranillo (no muchas) y trepat (ya muy pocas) reposando.

Tras probar un poco de trepat, tempranillo y un teóricamente esto es vinagre que resultó ser una maravilla, salimos de excursión en su todoterreno práctico. Empezamos a dar vueltas por caminos y más caminos hasta que de pronto Jordi avisa: a partir de aquí ya no hay cobertura, y nos sentimos como un barco rumbo a lo desconocido: como si no hubiera vuelta atrás.

Pronto llegamos a un rellano y aparecen unos campos enfrente, separados por un camino en cuesta. -¿Ves? -nos dice Jordi- ese campo de la izquierda, tan limpio, de color marrón claro, casi rosado, sin hierbas ni matojos en sus márgenes… ese campo está muerto: lo han matado a base de pesticidas. Ni un bicho, nada. Ahora lleva un tiempo reposando y luego plantarán trigo, seguramente, y  el año que viene, cuando el trigo esté germinando, será todo igual, perfectamente alineado, sin ninguna planta que sobresalga más alta que otra, no: todo igual, muerto-.

A la derecha y un poco más abajo hay otro campo, aparentemente más sucio y «lleno de cosas», repleto de hierbas amarillas, quemadas por el sol, en sus márgenes aparecen matojos verdes y marrones, de todos los colores, algún árbol frutal aquí y allá, ya han recogido la cosecha. –Ese es mío– dice Jordi. Nos acercamos caminando y encontramos un campo algo caótico, con trazas de lentejas, cebada y trigo. No es perfecto, no está limpio, hay bichos campando a placer y los restos de hierbas y rastrojos pican en las piernas. Esto es un campo vivo. Jordi coge una planta de trigo y, separando unos granos, se los va poniendo en la boca. –Ya verás -dice-, ponte tres o cuatro y muerde y chupa, sin tragar y poco a poco se hará una pequeña masa en tu boca. Si el trigo es bueno, al cabo de un rato se irá volviendo flexible, como una goma– y sonriendo como un chiquillo, añade -¡clar, es un chicle natural!-. Y ya estamos todos mascando chicle y añadiendo granos de trigo mientras montamos de nuevo en el coche para seguir la excursión. Claro, es lógico, en el fondo se trata de un proto-pan: agua (la saliva) y trigo. Muy bien.

Y seguimos: vimos los campos donde crece su extraordinario trepat, entramos en un pequeño y precioso refugio personal de madera, estuvimos en la casa del pi (o era de l’arbre?), y pasamos por algunos campos más, todos de una salud envidiable. No podía ser de otra forma. Y cuando ya anochecía, antes de volver al asfalto, pasamos por el huerto, un huerto un tanto distinto a otros, un huerto que no resulta ser exhuberante, pero porque no estamos en una tierra exhuberante, trabajado con la coherencia del entorno y en el que no falta la pasión. De él nos llevamos sólo ajos, tomates y unos calabacines que, si no fuera porque estamos con quien estamos, hubiera jurado y rejurado que eran transgénicos, de esos que salen en las noticias de vez en cuando por ser los más grandes o hermosos de su especie. Y digo sólo porque si hubiera sido por Jordi hubiéramos seguido desenterrando joyas, aún a oscuras. 

Pero finalmente la ausencia de luz nos obligó definitivamente a poner fín a la excursión, a su vez lección de vida, que estábamos viviendo. Pensábamos regresar traumáticamente a Barcelona pero Jordi ya nos cerró esa opción sin ningún tipo de discusión posible (-porque os quedáis a cenar– atajó). Pusimos vía a Tàrrega y a partir de ahí todo empezó de nuevo al conocer la Felicidad y disfrutar de una estupenda cena con productos Sanfeliu (incluido el teóricamente esto es vinagre, bien fresco y en porrón), al frescor de la terraza y con una maravillosa conversación que se prolongó hasta las tantas de la madrugada. Pero eso, como dicen los cuentos, es otra historia…

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