Sobre la visita de Jay Miller a Catalunya (¿alguien habla de ello en un tono crítico?)

Llevo varios días asistiendo de forma razonablemente inmutable al neoberlanguismo (dícese del recibimiento a personas de otros países al más puro estilo Bienvenido Mr. Marshall) más esperpéntico de parte de la prensa y del catalanismo vinícola bienestante (¿?) ante la visita a nuestras tierras del doctor en psiclogía clínica y crítico norteamericano Jay Miller de The Wine Advocate: seguramente la publicación más influyente del mundo en cuanto a vinos se refiere. Es decir: Robert Parker Jr. aterrizó en Catalunya. Vale, nada en tengo en contra de este señor, al que no conozco y con el que no dudaría un sólo segundo en compartir una buena velada tomando y hablando de vinos, la acumulación tiene sus ventajas. Veo una foto del tipo y me parece un cachondo con el que tomaría muchas cosas que seguro valen la pena. Yo soy un don nadie, en esto del vino, y él es un crack, de verdad que lo es. Un tipo que prueba  (La Vanguaria dixit),  1.300 vinos en 11 días (tocan a 118,18 al día), tiene que ser una aunténtica bestia. Y todo esto lo hace aún siendo amante del béisbol, cosa con la que no comulgo, porque nunca entenderé el atractivo de este deporte: así Don Delillo le dedicara sus mejores páginas, en el prólogo de Underworld*.

Pero venga: todos a decir que Miller es la gran esperanza del vino catalán. ¿Cómo? ¿A qué tanta pompa? ¿Ésto de qué va realmente? Pues, en mi modestísima opinión, esto va de un país que produce grandes, buenos, mediocres y malos vinos en cantidad (de todo hay cuando se es productor) y que busca –necesita– desesperadamente vender y no sabe cómo. Es lo que pasa cuando uno hace ago sin pensar cómo lo va a vender. El mercado interno está por los suelos (ahora sube dos décimas, ahora baja una) y nadie tiene muy claro -se habla poquísimo de ello- si vale la pena luchar para remontar el consumo de vino catalán en Catalunya. Ojo, que el cava es tema aparte y no lo meto en este cuento. Poco importa que, restaurante tras restaurante, por todo el ancho del país, las cartas estén repletas de vinos (la mayoría los mismos y bastante psé, porqué no decirlo) de los de millones de litros, de Rioja y Ribera, y apenas algún blanco del Penedés o algún tinto de Priorat, como haciendo el favor. De lo más trillado. Nada nuevo. ¿Quién no se ha sentido decepcionado en el eterno pelegrinaje a mil-y-un restaurantes? Sí, hay excepciones, pero quien se mueva habitualmente por restaurantes del país, no sólo Barcelona (dónde sólo hay UN Monvínic, caray), y sea un poco sensible al asunto, sabe que esto es así. Y quien se mueva habitualmente, o tal vez no tan habitualmente, pero se mueva por restaurantes del país vecino, el del norte, sabe que en cualquier rincón tienen un apartado en la carta de vinos para algunos caldos de la zona, ya sea en la Saboya, Sancerre-Orléans o el Bearn-Jurançon. O del país, en otras partes todavía menos consideradas (que aquí nadie es perfecto). Luego, siempre habrá lugar para algún Burdeos, Borgoña, Loire, Alsace o Languedoc-Roussillon. Pero que encontraréis vinos de la tierra, así no sea una zona de gran (réputé) producción, eso os lo aseguro. Yo declaro que en Francia hay lugar para la sorpresa local. En España, en concreto en Catalunya, quien sepa, le ruego que me diga, pero suele ser un país páramico. Hablamos de cartas de vino. Aquí no, somos los reyes del mambo pero aquí hacemos el panoli. Hay excepciones, repito. Muchas. Pero nuestra mucho más que justificable dosis de chauvinismo la dedicamos a otras cosas, algunas de ellas bastante más estériles y cortoplacistas, mientras los mismos vinos de siempre, que saben todos igual (ya sean riojas o riberas), invaden nuestro consumo interno. Ante eso no hay que luchar, no, para qué. No vale la pena. En un país que es todo él tierra de vino (la geografía habla: las antiguas terrazas abundan por todas partes, y quien lo ponga en duda le invito a salir de ruta con mi furgoneta), no vale la pena hacer nada contra la atonía de las cartas de muchos restaurantes (y el stock de muchas tiendas, ya que estamos, aunque esto es comer aparte), no justifica el esfuerzo. No creemos que el turista de fuera valore el poder encontrar vino del país. Y el de dentro ni te digo, ¿para qué?

Ergo, ¿solución? Exportación. Hacia el mercado exterior el excedente (que palabra tan horrible),  y todo resuelto. Es la vieja-nueva panacea del vino catalán. Nietzsche estaría orgulloso de este eterno retorno en el que vivimos. Ahora bien, el mercado exterior (salgamos de España, que es un mercado interior de tipo B, o exterior de tipo A) plantea unos competidores muy jodidos, bien sea por calidad (Francia, Alemania), por imagen (Italia), por cuota de mercado razonablemente cautiva (Portugal) o por precio (el nuevo mundo en general, como Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica, Chile o Argentina). Nada de esto es unívoco, obviamente: se cruzan los motivos (algunos vinos de Suráfrica o Australia son como para buscar nómina en The Wine Advocate). Pero vamos al ajo de la cuestión inicial. El caso es que en estos días no ceso de escuchar cosas como: «Jay Miller, mano derecha de Robert Parker, el crítico de vino más influyente del mundo, va a poner los vinos de Catalunya en el sitio que se merecen». Y van unas cuantas. En los medios convencionales, en Facebook, en varios blogs. Y esto se ha dicho. Y se respira en el ambiente. Es de ésto de lo que trata la visita de Jay Miller a Catalunya. Un tipo que posiblemente me caería estupendamente.

Me imagino la película: el bueno de Jay Miller aterriza en El Prat (¿vendrá en Ryanair?). Quién lo financia, porqué no lo va a hacer The Wine Advocate, ni de coña, que aquí hay que cobrar y nosotros somos los cracks, que se note. Bueno, hasta ahí todo bien, no seamos inocentes, pasa en las mejores familias. Todo el lameculismo le espera. Esa parte pasa, así no guste. Aunque, pensándolo bien, si yo fuera Jay Miller no tendría dudas (gota aparte) en ponerme las botas sin tener que poner un duro. ¿Cómo no va a pensar que hace lo que le gusta, o sea cobrar y además comer y beber lo que le venga en gana, y no disfrutrar en el intento? (volvemos a La Vanguardia). Pues le llevamos a los gordos, que las ventas tienen que notarse, y también a algún pequeño, que también hacen buenos vinos.   Algo sabrán esos artesanos. Bueno, aún faltan 4 días para que se vaya. La prensa a lo suyo: a hacerle la rosca al nuevo mesías. Lo siento pero llegados a este punto yo me alineo en The Feiring Line. No es que no me guste Miller o Parker. El día que esté donde ellos, apaga y vámonos, que aquí estoy yo escuchando a Paolo Conte. Es que me jode el encefalograma plano de algunos respecto a su visita. Porque este tipo, guste o no, es de la escuela: «yo digo qué le tiene que gustar siempre al consumidor final, lo pongo en una escala a partir de 85, y hasta 100, y luego el consumidor va a pedir lo que quiere que le diga yo que debe tomar, así que las bodegas harán lo que el consumidor pida, es decir, lo que yo digo. Porque si no, adiós ventas«. La jugada es redonda. El consumidor es EEUU y como en China e India no hay The Wine Advocate, pues suma millones de consumidores. Y ahí es donde apuntan las esperanzas de toda una Catalunya sedienta de ingresos. Porque se hacen decenas de vinos abosultamente innecesarios sin pensar en cómo se venden, aunque esto es materia para otro post.

Y me jode que no haya resistencia, así se de contra la pared. Que no se manifeste. Ya sé que se puede decir: «es el Imperio, y el Imperio manda y hay que vender, que muchos puestos de trabajo dependen de una opinión». Cierto que los trabajadores de Nissan han aceptado congelar su sueldo para garantizar un precario futuro, o futuro precario (que uno no sabe cuál es el orden) que es inevitable, que es el que se viene porque los mercados blablabla, y en el mundo del vino muchas familias viven del tema como para ponerse pelolínguicos. Pero tampoco pasemos la lengua sin reservas por donde pise el Sr. Miller, que uno tiene su orgullo de terra de vins, que igual es capaz de tener una opinión sin que todo el stablishment català del vino se arrodille a extender la alfombra roja allí por donde el enviado de Su Majestad, Parker Jr. vaya a determinar el futuro (tu sí, tu no) del vino en el mundo. Porque esto va más de una partida de Risk que de Tute o del domino en el que mi abuelo es campeón del Casal.

Pero claro, mientras escribo estoy tomando un Tres Uves del 2006 que guardaba desde hace algún tiempo, y todo esto realmente me suena muy distinto a lo que estamos hablando…

Pero pasemos a cosas serias:

                                                                                                                                                                

 *Alguien que comienza un libro:

Habla con tu misma voz -americano- y en sus ojos se detecta un brillo que siempre resulta esperanzador. 

…no puede no estar en el mismo lugar en que están Melville, Poe o Thoreau. Que es en el piso superior de Miller, Capote o Auster, por supuesto. Por favor, lean a Don Delillo y déjense de Larssons y caducifolios del estilo.

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Comidas…

Cuatro amigos se reunen semanalmente para comer. Hace treinta años estudiaron juntos y ahora son todos profesionales liberales. La vida les ha tratado de forma distinta, pero es lo suficientemente generosa para permitirles, cada jueves, sin falta, encontrar un tiempo para compartir un almuerzo, una charla, todo bien, todo sigue igual.

«Robé» esta idea de un hermoso viaje que hice hace ya casi un año: unos amigos se encuentran para comer y comparten un rato de su vida, que tanto ha cambiado. No importa si un día uno no acude, falla éste o aquél, tampoco importa mucho si el encuentro es semanal, quincenal o mensual. La «robé» y la exporté. La rueda de la vida sigue, una generación después.

Desde hacía unos años, de forma muy espaciada, de vez en cuando tenía un almuerzo con un buen amigo. Hace unos cuatro meses nos pusimos de acuerdo para ir a comer; a esto se enteró y se añadió otro gran amigo, el tercer hombre, enredante y dispuesto a apuntarse a un bombardeo. La broma, medio improvisada, nos salió por un ojo de la cara. Pero salimos de ese almuerzo convencidos de poder repetir una comida mensual con los que quisieran y/o pudieran apuntarse. Probamos primero en un lugar que no nos desagradó, pero no nos terminó de convencer. Dos veces y nada. La comida bien, el lugar y el trato bien, sólo que no hubo feeling. Y así estuve unos buenos ratos pensando dónde íbamos a hacer esta primera comida del año, la casi comida de Navidad, o al menos eso me ha parecido a mí.

Hasta que di con el Nuvola Café. Hoy fue la primera vez que íbamos. Llamé hace un par de días diciendo que seríamos 6, no hacen reservas pero me soltaron el guiño que si estaba a las 14.30h, habría una mesa. Y allí estaba la mesa. Cabe decir que los del Nuvola marcaron terreno: un par de frases cortantes salieron de un rostro sudoroso. Bien, pero cuando pedí decidido el Colmello di Grotta 2009, un Pinot Grigio del Friuli, para hacer tiempo mientras esperábamos los más tardones, la cosa se calmó y fuimos ojeando la carta, viendo lo que nos esperaba. No he dicho que el Menú cuesta 9,50€, lo cual desmonta el tópico (aunque sólo un poquito) que es imposible comer bien, en una ciudad a veces tan histriónica como Barcelona, por precios low cost.

Mis cinco amigos no paraban de decir que estaba todo riquísimo y estupendo. A uno le encantaron los Bucatini con gambas, almendras y perejil, otro no paraba de repetir que qué bueno estaba el Solomillo de cerdo con verduras y allioli, pese a las futuras y consabidas consecuencias de esta salsa tan pronto superara su esófago. Yo compartí con Xavi la Burrata di Corato con ensalada mixta, que requería al menos de dos. Nunca había tomado burrata, pero si mozzarella en la Osteria (no Trattoria) da Zi Aniello, en Nápoles. Y la burrata me dejó a cuadros: ¿cómo diablos podían conseguir ese producto estando tan lejos de la Campania? Tampoco me atormenté mucho, no era cuestión de dejar que alguien soltara su tenedor dónde no tocaba estando yo distraido… Por lo demás, estábamos encantados. Y ante esto no hay mucho más que añadir. Los postres nos dejaron más contentos a todos, si cabe. Apuré mi copa de San Michele, un Montepulciano d’Abruzzo de 2007 que no estaba en la carta, con unos Quesos italianos. La mayoría optó por el Chocolate con bizcocho y canela.

El café, un buen ristretto. Cuando Xavi se animaba con el carajillo pensé en términos de grappa, que son aquellos que nos hacen entrar en otra dimensión. Me acordé de Hal abriendo botellas. Se lo susurré al oído al antes sudoroso camarero, ahora ya un buen aliado. Mis compañeros de mesa no se animaron con la grappa, prefieren esos mejunjes extraños y empalagosos conocidos con el nombre de Limoncello. Cosa que yo respeto, pero allá ellos.  

Y hablamos del Barça, del casi vencido estado de alarma, de mujeres hermosas y una posible boda al otro lado del mundo a la que habríamos de ir en tren, de buenos vinos y brindamos un par de veces por el futuro, que pinta oscuro pero no negro. Y al salir, alguien dijo que la próxima volvería a ser en aquél lugar, que a todos había agradado tanto, y así quedamos emplazados para mediados de febrero. Y entonces fue cuando supimos que estábamos en casa. Feliz Navidad, ahora si.

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Rubén Parera

El proceso de visitar una bodega tiene algo de ritual. Acostumbra a seguir un guión bastante establecido, lógico, que es el mismo que el proceso de elaboración del vino. Primero la viña, luego la bodega. Al final se prueban los vinos (en singular o en plural). Y hay veces en que se genera algún tipo de complicidad,  es un hecho totalmente imprevisible, y cuando ocurre, de ahí que sea maravilloso, si se tercia, puede que la visita termine con algo más: una comida, quizás. 

Para mí no hay nada mejor que conocer a un productor que se entretiene y se entretiene en la viña, cuando te lleva a ver esta parcela, y la de más allá, y aquella otra con un poco de syrah también, cuando te cuenta que plantó aquellas cepas de macabeo con su padre, que la pendiente de aquí es mejor para tal variedad y que aquella de allí es más fresca por estar orientada al norte, y que los cerezos que plantó hace dos años ya están subiendo con fuerza o que los olivos este año tienen buena pinta… cuando noto que ese productor ama a su tierra por encima de todo lo demás, es que he encontrado a un tipo que hay que escuchar.

Rubén Parera va como una moto. Transmite seguridad por todos su poros, y habla con mucha confianza. Este año anda de cabeza con el proceso de crecimiento de la bodega, mucha burocracia que le aleja un poco de la tierra. En el lapso de nuestra visita tuvo unas cuantas interrupciones telefónicas, pero siempre atendió con amabilidad, ni una sola mala cara. Coger las riendas de la bodega no es fácil, pero parece que tiene energía para eso y mucho más. Trabajando desde abajo, este chico apunta muy alto.

La bodega Finca Parera está inmersa de lleno en un proceso de reconversión. Desde los viñedos hasta el volumen producción final, pasando por el cambio en la imagen corporativa, la ampliación a contrarreloj exigida (los ciclos del vino mandan) del celler o la puesta en marcha de la nueva página web. Eso conlleva un estado de frágil tensión (entendida en positivo, nada de malos rollos) en todos los que integran la bodega, se nota. Han vivido unos últimos 6 meses de vértigo. La verema ha sido una experiencia, por volumen e intensidad, distinta a la que estaban acostumbrados. Un aprendizaje potente. Confiamos que sus vinos no se resientan por el cambio. De momento, y por lo que probamos, apuntan bien. Sobretodo ese blanco, 70% gewürztraminer y 30% xarel·lo, que sigue trabajando en el inox. Nosotros lo pudimos comprobar en una reciente y fría mañana de este otoño que desde hace días flirtea con el invierno. Frío y viento, aunque el cielo despejado dejaba que el sol aportara algo de calor.

Rubén es hijo de agricultor. Lo afirma y lo repite continuamente con orgullo. Y él mismo también lo es. Cuando le preguntamos como se ve en 5 años, nos dice que le gustaría volver a estar apegado a la tierra. Criado en el campo desde la infancia. Y eso lo demuestra con su gran pasión por su tierra, una tierra en la que, a pesar de su juventud, lleva más de 18 años con pies y manos metidos en ella. También ha estudiado enología, algo que también repite varias veces. No tengo tan claro que se esté desembarazando lo suficiente de los conocimientos académicos. Entiéndase lo que estoy diciendo. No es que en la escuela no se aprenda nada. Al contrario. Pero una vez le escuché decir a Tom Lubbe, y posteriormente a algún otro productor de referencia (para mí), que después del estudio lo más importante es aprender a desaprender. Trazar un camino propio basado en las preguntas, que lo son todo para un viticultor. Coincido totalmente. El crecimiento y potencial que Rubén tiene por delante es enorme: tiene juventud, talento y fuerza para ello, siempre que las preguntas formen parte central del mismo. El salto que está haciendo la bodega Parera es complejo e importante. Si este proceso es necesario, sólo él y el tiempo lo dirán. 

Y sí, terminamos comiendo con Rubén en el Imprevist.  🙂

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Cosas que nos dejó Octubre

Octubre ya quedó en el recuerdo y entramos en noviembre con un cambio de hora que nos acerca más al frío y al encierro hivernal. Nada grave. Ha sido un mes de mucho coche, arriba y abajo. Demasiadas horas en el coche, ahora que lo pienso. Mucho coche y poca bici (y poca montaña, ya que estamos). Algunas comidas destacables. En lo que refiere al vino, varias compras satisfactorias y, claro, otras no tanto; detalles interesantes, una feria agradable pero vista a toda prisa (mea culpa), descubrimientos que valen la pena, pequeñas decepciones y un par de escapadas a Monvínic (aunque no lo parezca, realmente no hay mucho más en Barcelona, y de eso tocará hablar en un post futuro) que siempre resultan estimulantes.

Pero si tuviera que quedarme con tres cosas de octubre lo haría con tres momentos:

El primero ha sido el poder disfrutar, de forma diacrónica, de una compra de borgoñas hecha a Julien. Especial año 2008, podríamos decir. Tres blancos y tres tintos, dos botellas de cada (todavía queda alguna en la reserva). Los blancos no me han terminado de seducir. Eran dos Côte de Beaune (un Les Grandes Coutures de Franck Grux y un Chassagne-Montrachet del Domaine Bernard Moreau et Fils) y un Côte Chalonnaise (Rully 1er Cru les Raclots de Jacqueson). Sin duda el que más me agradó fue el Chassagne-Montrachet. El Grux y el Jacqueson no me convencieron como evolucionaron con las botellas abiertas; pero tienen todavía una oportunidad, pues es muy posible que el momento en que se tomaron no fuera el mejor. Tratándose de vinos recomendados por Julien, el beneficio de la duda está más que justificado. Cuestión de respeto.

En cuanto a los pinot noir, la cosa ha sido muy distinta. Fueron dos Côte de Nuits (un Roncevie de Domaine Arlaud y un Gevrey-Chambertin Vielles Vignes de Humbert Frères) y un Côte Chalonnaise (Givry Le Pied du Clou del Domaine François Lumpp). Muy bien los tres. El Gevrey-Chambertin me ha parecido un vino extraordinario (qué listos ¿no?) hemos disfrutado cada momento de la primera botella, y aquí está la segunda, bien guardada. Seguramente hay que darle más tiempo, pero la impaciencia es algo que juega en su contra. También el Arlaud y el Givry nos han parecido dos grandes vinos, aunque en todos los casos su juventud no les favorece. Vamos a intentar darles tiempo.

El segundo momento: estuvimos en Torroja, en can Sadie/Huber donde lo pasamos de fábula, tomamos grandes y buenos vinos y disfrutamos de espléndidas compañías y conversaciones. Llegamos la noche del lunes, ya era tarde y al poco de llegar nos metimos en la bodega. El frío apretaba y lo interesante volvió a trasladarse afuera, cerca de un fuego que alguien hizo; ayudó a calentarnos un buen tazón de caldo, morcilla incluida. De esa noche me llevo muchas cosas, sobretodo un par de conversaciones, pero me quedo con el ambiente y la complicidad que se creó con un pequeño grupo de productores y amigos. Charlas alrededor del fuego y aroma de castañas del Bierzo cociéndose para acompañar el vino. Viene a mi memoria (y tras buscarlo un buen rato lo encontré) un párrafo de un viejo libro de piratas que he releído mil y una veces:

La fiesta continuó hasta su apogeo […], vi a un lobo de mar bailando encima de una mesa y a otros dos jugando a los dados; vi a Snelgrave, que mantenía una conversación profunda con Jack; vi a un marinero con una sonriente indígena sobre las rodillas; ví a un pobre diablo que vomitó en sus propios pies, a un tercero que tiró los calzones en la arena y se lanzó al agua. Era como tenía que ser, como siempre había sido. Pensé que aquello era algo para recordar en una vida como la mía. 

El mes de se cerró con una concienzuda cata de seis vinos gallegos (ésta, sincrónica), todos blancos 2009, recomendados por uno de los grandes del vino en Galicia (sin web no hay vínculo posible). La cata fue en casa amiga y los vinos que probamos fueron, tres de Valdeorras: A Coroa, A Coroa sobre lías y Galgueira. Ribeiro nos trajo los vinos de Manuel Formigo: Finca Teira y Teira X. Finalmente, un Rías Baixas: Quinta San Liborio. Creo que coincidimos todos que a los blancos de A Coroa les falta, están algo descompensados, tienen un gran potencial pero todavía no están en su punto. Alguien dijo que su productor debe ser alguien joven, una persona con un gran talento pero un tanto impetuosa y explosiva, y sin saber nada de él o ella lo suscribo. Paciencia. Galgueria es un valor seguro y la sorpresa positiva fueron, para mi, los vinos de Formigo, sobretodo el Teira X, un vino complejo, equilibrado, maduro. Muy interesante. Buen producto gallego. Como rezaba una famosa campaña publicitaria de hace unos años: Galicia calidade.

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Jordi Sanfeliu

Lo que más me gusta de Jordi Sanfeliu, además de sus vinos, es la absoluta naturalidad con la que habla de las cosas, de sus cosas: sobretodo de cómo cultivar la tierra y ayudarla a sacar lo mejor de sí. Como si no entendiera de otra forma de hacer las cosas, como sorprendiéndose de que puedan hacerse en contra de la tierra, y no a su favor. Añado el como, porque Jordi es muy vivo, y eso lo sabe él y lo sabemos los demás. :-)Desprende serenidad y seguridad. Ya lo decía Malena no hace mucho: la fuerza tranquila.

Visitar las tierras de Jordi es todo un viaje. Hay que tomárselo con calma, nada de prisas o ir en plan visita relámpago a su bodega para seguir con las otras 4 que tenemos programadas en el día. Hay que olvidarse de esto. Para comprender lo que Jordi piensa, su trabajo y lo que hace, que es muchísimo más que hacer un buen vino, hay que apretar la pausa y sumergirse en un mundo que parece se paró hace tiempo. Pero sigue rodando… ¡y vaya si sigue!

Nosotros fuimos un día de calor, mucho calor. Pleno julio. Sofoco. El aire acondicionado a tope. Llegamos cuando por fín el sol empezaba a sentir algo de piedad y aflojaba un poco, en ruta desde Priorat. Jordi nos recibe en la vieja casa de la familia, al lado del riu Corb, que ahora queda un poco en medio de no se sabe muy bien qué, por el paso de la nueva carretera. La bodega no es nada del otro mundo. Tras un viejo Opel (un Rekkord del 82 que aún da guerra) se encuentran los tanques de inox y a la izquierda, tras una puerta, la pequeña sala de muestras y más tanques, esta vez los de su aceite. Otra puerta, unas escaleras hacia abajo y estamos bajo tierra, en la bodega, muy fresca y vieja, como las de antes, con sus arañas y sus botellas de tempranillo (no muchas) y trepat (ya muy pocas) reposando.

Tras probar un poco de trepat, tempranillo y un teóricamente esto es vinagre que resultó ser una maravilla, salimos de excursión en su todoterreno práctico. Empezamos a dar vueltas por caminos y más caminos hasta que de pronto Jordi avisa: a partir de aquí ya no hay cobertura, y nos sentimos como un barco rumbo a lo desconocido: como si no hubiera vuelta atrás.

Pronto llegamos a un rellano y aparecen unos campos enfrente, separados por un camino en cuesta. -¿Ves? -nos dice Jordi- ese campo de la izquierda, tan limpio, de color marrón claro, casi rosado, sin hierbas ni matojos en sus márgenes… ese campo está muerto: lo han matado a base de pesticidas. Ni un bicho, nada. Ahora lleva un tiempo reposando y luego plantarán trigo, seguramente, y  el año que viene, cuando el trigo esté germinando, será todo igual, perfectamente alineado, sin ninguna planta que sobresalga más alta que otra, no: todo igual, muerto-.

A la derecha y un poco más abajo hay otro campo, aparentemente más sucio y «lleno de cosas», repleto de hierbas amarillas, quemadas por el sol, en sus márgenes aparecen matojos verdes y marrones, de todos los colores, algún árbol frutal aquí y allá, ya han recogido la cosecha. –Ese es mío– dice Jordi. Nos acercamos caminando y encontramos un campo algo caótico, con trazas de lentejas, cebada y trigo. No es perfecto, no está limpio, hay bichos campando a placer y los restos de hierbas y rastrojos pican en las piernas. Esto es un campo vivo. Jordi coge una planta de trigo y, separando unos granos, se los va poniendo en la boca. –Ya verás -dice-, ponte tres o cuatro y muerde y chupa, sin tragar y poco a poco se hará una pequeña masa en tu boca. Si el trigo es bueno, al cabo de un rato se irá volviendo flexible, como una goma– y sonriendo como un chiquillo, añade -¡clar, es un chicle natural!-. Y ya estamos todos mascando chicle y añadiendo granos de trigo mientras montamos de nuevo en el coche para seguir la excursión. Claro, es lógico, en el fondo se trata de un proto-pan: agua (la saliva) y trigo. Muy bien.

Y seguimos: vimos los campos donde crece su extraordinario trepat, entramos en un pequeño y precioso refugio personal de madera, estuvimos en la casa del pi (o era de l’arbre?), y pasamos por algunos campos más, todos de una salud envidiable. No podía ser de otra forma. Y cuando ya anochecía, antes de volver al asfalto, pasamos por el huerto, un huerto un tanto distinto a otros, un huerto que no resulta ser exhuberante, pero porque no estamos en una tierra exhuberante, trabajado con la coherencia del entorno y en el que no falta la pasión. De él nos llevamos sólo ajos, tomates y unos calabacines que, si no fuera porque estamos con quien estamos, hubiera jurado y rejurado que eran transgénicos, de esos que salen en las noticias de vez en cuando por ser los más grandes o hermosos de su especie. Y digo sólo porque si hubiera sido por Jordi hubiéramos seguido desenterrando joyas, aún a oscuras. 

Pero finalmente la ausencia de luz nos obligó definitivamente a poner fín a la excursión, a su vez lección de vida, que estábamos viviendo. Pensábamos regresar traumáticamente a Barcelona pero Jordi ya nos cerró esa opción sin ningún tipo de discusión posible (-porque os quedáis a cenar– atajó). Pusimos vía a Tàrrega y a partir de ahí todo empezó de nuevo al conocer la Felicidad y disfrutar de una estupenda cena con productos Sanfeliu (incluido el teóricamente esto es vinagre, bien fresco y en porrón), al frescor de la terraza y con una maravillosa conversación que se prolongó hasta las tantas de la madrugada. Pero eso, como dicen los cuentos, es otra historia…

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